Revuelta tibetana contra la invasión sutil

Dani Triadó 18/03/2008
Por más que el gobierno chino lo niegue, el genocidio cultural al que hace referencia el Dalai Lama en su denuncia del aplastamiento de la revuelta de Lhasa es un hecho, lisa y llanamente.

El problema para los tibetanos del interior y del exilio es que este genocidio se está materializando al tiempo que la República Popular impone su fuerte maquinaria de desarrollo en el altiplano.

Desde principios de los noventa, Pekín ha llevado al Tíbet decenas de miles de ciudadanos de etnia han (china) a base de una política activa de incentivos, créditos para montar negocios y todo tipo de facilidades administrativas.

Esta política ha traído a Lhasa una notable riqueza y modernización cuya principal consecuencia ha sido la destrucción de la ciudad tibetana tradicional.

Hoy Lhasa, plagada de cemento armado y cristal reflectante, recuerda a cualquier otra ciudad china si no fuera por el mal de altura que el recién llegado, ya sea turista extranjero o colono chino, experimenta los primeros días.

El propio Dalai Lama ha denunciado que quizás las magnitudes reales de esta invasión sutil ya estén dejando a la población tibetana autóctona en minoría.

A juzgar por las cifras disponibles, esta denuncia puede carecer, hoy por hoy, de fundamento real, pero no es nada desdeñable como hipótesis de futuro.

La propia máxima autoridad espiritual y política de los tibetanos considera que de qué serviría la autonomía que está negociando con el gobierno chino una vez los han sean mayoría en Tíbet.

A diferencia de los disturbios que cíclicamente ha vivido la capital tibetana, en que los monjes se enfrentaban al ejército chino, el objetivo de las últimas protestas han sido precisamente los chinos de etnia han llegados en los últimos años, en particular sus comercios rebosantes de artículos de todo tipo en las nuevas y anchas avenidas grises de una ciudad que ya no se reconoce a si misma.

La “colonización” china del Tíbet se ha visto facilitada por la inauguración de la línea de ferrocarril que une Lhasa con Pekín, una compleja obra de ingeniería presentada al mundo con orgullo por las autoridades comunistas chinas.

Así, al tiempo que Pekín negociaba con el Dalai Lama su posible vuelta a Lhasa a cambio de su renuncia a la independencia, el gobierno chino preparaba las bases para la disolución de la cultura tibetana en el marasmo de la nueva China del desarrollo, la potencia emergente.

Poco va a quedar de lo que fuera el Tíbet en la capital, más allá del Potala, el templo del Jokhang o el Palacio de Norbulingka.

Con todo, ante el peso de China, que paraliza toda crítica de la comunidad internacional, el Dalai Lama ha hecho una política posibilista basada en la conciliación.

Los tibetanos del interior, los que sufren el genocidio en carne propia, y otros en el exilio que consideran tibia la posición del líder espiritual, han querido demostrar al mundo su desesperación.